
Los años se le notan en su andar pesado, en su mirada tranquila, en su pelo encanecido. Ya no corre como antes pero sigue imponiendo respeto.
La busca con la mirada, están en el mismo lugar donde solían jugar durante horas cuando eran más jóvenes. La misma mesa, los mismos árboles.
Se encuentran, algo en una hace que la otra se ponga en guardia. Ninguna se mueve pero los ojos de ambas brillan.
El viento golpea sus caras, las hojas danzan levantándose del piso. Ellas esperan, saben lo que viene, se acuerdan.
Una flexión de rodillas de una hace que la otra amague hacia un lado y abandone la quietud. Hasta ahí. Otra vez a estudiarse.
Ahora un paso hacia adelante se transforma en la huída de la más vieja. Corre, gira alrededor de la mesa, parece que nada le duele, solo quiere esquivar los pasos de la otra que la persigue con una sonrisa.
Las dos se ríen, frenan, vuelven a correr y parecen no alcanzarse jamás, para no cortar ese juego que las une, que traspasa momentos y esquiva olvidos.
La perra termina el juego con la lengua afuera, cansada pero contenta, toma agua y se echa a la sombra.


La mujer acomoda su cabello, le acaricia la cabeza y entra en la casa con esa extraña sensación de alegría que brota de las pequeñas cosas, de esos instantes de paz que se logran cuando se encuentra la armonía en las cosas, en las personas o en los animales.