Estaban mis dos plantas de tomate sobreviviendo al calor, estoicas, con sus tomatitos verdes que no paraban de crecer.
El sol hizo que maduraran dos o tres, en una ceremonia en la que solo nos faltó llamar al Intendente, los chicos cortaron dichos frutos e hicimos una pequeña pero riquísima ensalada con esos tomates que tanto habían cuidado.
Seguían los otros madurando cuando un día, ante mi total sorpresa, noté que tenían algo raro, me acerqué y vi que estaban todos comidos, como a mordiscones.
Qué paso??? No solo los que ya estaban para arrancar, los verdes también. Qué bicho se comería así a los pobres tomatitos??
En ese momento las vi, muuuuy cómodas en las frágiles ramas de la planta, adheridas con sus ventosas, boca abierta, preparadas para seguir con el festín.
Eran unas orugas verdes espantosas, asesinas de ilusiones, voraces, destructivas, tremendas hijas de puta!!!
Si, las orugas habían manducado prácticamente todos los tomates. Su final estaba previsto, el peque se encargaría de sacarles la cabeza (si es que se les puede identificar la cabeza), triturarlas en pedazos o secarlas con sal (si, la hoguera no estaba encendida, una lástima).

Antes, las metimos en un frasco, les pusimos un tomate apenas comido y ahí las dejamos para verlas actuar. Un rato nomás estuvieron ahí haciéndose las desentendidas con carita de "Yo no fui", pero su gula pudo más y subiéndose al fruto prohíbido, le entraron sin asco.
Debo decir que mi piedad hizo que terminaran en la basura y no en las garras del peque con ganas de experimentar.
Triste final, para los tomates, para las orugas y para el bol que se quedó sin tomates para la ensalada.