viernes, marzo 27, 2009

Lo que el teléfono se llevó

El móvil de Hansel y Gretel por Hernán Casciari
Anoche le contaba a la Niña un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: "No importa. Que lo llamen al papá por el móvil".
Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura —toda ella, en general— si el teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro años. Cuántos clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas hubieran muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían solucionado los intríngulis más célebres de las grandes historias de ficción.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo, con introducción, con nudo y con desenlace.
¿Ya está?
Muy bien. Ahora ponga un teléfono móvil en el bolsillo del protagonista. No un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.
¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona un carajo?
La Niña, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría espeluznante: la telefonía inalámbrica va a hacer añicos las nuevas historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.
Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate.
Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria.
Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese spam.
Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de localización de personas de Telefónica.
Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo para allí. Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.
Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.
Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de verdad. (Perdón por el espoiler.)
Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo seis:
M HGO LA MUERTA, PERO NO STOY MUERTA. NO T PRCUPES NI HGAS IDIOTCES. BSO.
Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la promoción "Banda ancha móvil" de Movistar.
Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados. La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de García Márquez se llamaría 'Cien años sin conexión': narraría las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el messenger.
La famosa novela de James M. Cain —'El cartero llama dos veces'— escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría 'El gmail me duplica los correos entrantes' y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.
Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, 'Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura', la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.
En la obra 'El jotapegé de Dorian Grey', Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.
La bruja del clásico 'Blancanieves' no consultaría todas las noches al espejo sobre "quién es la mujer más bella del mundo", porque el coste por llamada del oráculo sería de 1,90€ la conexión y 0,60€ el minuto; se contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.
También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía móvil y del wifi.
Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.
Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa.
La telefonía inalámbrica —vino a decirme anoche la Niña, sin querer— nos va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles.
Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora?
No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde el sofá. Cuatro líneas con mayúsculas. Quizá le haremos una llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que ella, la mujer amada, no tenga su telefonito en modo vibrador. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo siempre nos va a interrumpir la incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.
Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan.
Nuestras tramas están perdiendo el brillo —las escritas, las vividas, incluso las imaginadas— porque nos hemos convertido en héroes perezosos.

lunes, marzo 23, 2009

Instantáneas


Viajábamos a Trenque Lauquen a jugar al hockey. Como fui la última en subir al auto, quedé atrás.

El viaje se presentaba tranquilo hasta que en Casbas la tormenta que parecía lejana nos alcanzó.

Los campos sedientos recibían el elixir de la vida, el olor a tierra mojada nos recordaba que hace mucho que no llueve por mis pagos.

Y las gotas de lluvia que se escurrían por la ventanilla me hipnotizaron. Estuve varios minutos observando esa carrera loca en donde unas pasaban a otras. Corrían todas en sentido horizontal.

Algunas se disolvían en el camino, otras se hacían más grandes al unirse y así cobraban un nuevo impulso.

Yo las miraba, casi podría decir que apostaba por alguna y la seguía hasta su último esfuerzo, todas en el mismo sentido, todas intentando llegar a ningún lado.

Así estuve, hasta que una de las chicas comentó:

-Esperemos que en Trenque Lauquen no llueva.

Gotas que van y vienen, lástima que vengan tan pocas ultimamente...

jueves, marzo 12, 2009

La Compañía - parte III

D. quería saber más, buscó entonces a la única persona que los había visto: el chico colorado.
Lo vio en la plaza, con una rama apuntando al cielo. Avanzó despacio, no quería asustarlo, necesitaba algunas respuestas.
-Hola, te traje este chocolate. ¿Querés?
-Bueno- dijo el chico. Se limpió la mano sucia en la remera y abrió el chocolate.- ¿Usted no quiere?
-No, come vos.-Sin rodeos preguntó lo que quería saber- ¿Cómo supiste de estos bichos, alguien te dijo o vos solo los descubriste? ¿Los ves solo acá o hay más? ¿Qué son?
-El que sabe todo es el señor Perutti, él me contó de estos bichos y cómo los hicieron. Son varios, trabajan en toda la ciudad, pero nadie los ve. Me dijo que les enseñaron a robar las facturas de la Compañía, solo esas, que las llevan a un lugar secreto y ahí las queman.
Yo hace tiempo que los veo, pero como no digo nada, hasta ahora no pasaron por casa. A lo del señor Perutti si fueron, le sacaron todo. Después vino la policía y se lo llevó preso, lo largaron a los pocos días pero después del incendio ya no volvió a su casa. Dicen que se volvió loco, pero yo le creo.
-Ajá, y a Perutti dónde lo encuentro...
-Por lo general anda por ahí en los bancos de la plaza o se lo ve sentado frente a la Iglesia. Ahora me tengo que ir, mi mamá me espera. Si lo ve, dígale que habló conmigo.
-Bueno gracias.- Dijo D. mientras observaba cómo el chico se iba en su bicicleta.-Ey!! ¿Cómo te llamás?
-¡Soy Toti!.
El próximo paso era entonces encontrar al tal Perutti. Toti no le había dejado ningún rasgo distintivo, de modo que D. tuvo que preguntarle a dos o tres tipos antes de dar con el indicado.
-Disculpe, ¿usted es Perutti?
-¿Eh, me conoce? ¿Quién es usted, quién lo manda?
-No se alarme, Toti me dijo que podría contestarme algunas preguntas que me tienen muy preocupado.
-¿Toti?
-Si, el chico colorado, que anda siempre en una bicicleta azul, de unos...
-Ah, si. Toti. ¿Qué quiere saber?
Perutti aparentaba unos 60 años. Su ropa mostraba un estado de abandono y su mano derecha no paraba de temblar. Miraba constantemente a los costados y cada tanto se tocaba el bolsillo de su camisa, como si allí guardara un tesoro invaluable.
-Que me cuente qué sabe de esos animalejos que se llevan las facturas de la Compañía.
El señor Perutti abrió sus ojos y apoyó su mano temblorosa en el hombro de D. En su cara se veía el espanto y el miedo. Acercó su boca al oído de D y le dijo casi en un susurro:
-Nos vigilan, todo el tiempo. Venga conmigo, lo llevaré a un lugar donde podamos hablar.
Caminaron varias cuadras, a D. le parecieron siglos los que transcurrieron desde que Perutti se levantó del banco de la plaza hasta que llegaron a una extraña puerta, a la que se accedía por una pasillo interminable. Cada dos pasos, Perutti se daba vuelta y miraba a su alrededor, se quedaba uno o dos minutos con la vista fija en un punto y luego continuaba su marcha.
-¿Llegamos?- preguntó D. extrañado.
-Espere un poco. Vigile el pasillo mientras busco la llave.
Sacó de su bolsillo una llave de esas que abren los cuartos en los hoteles nuevos, no parecía una llave propicia para ese lugar. Abrió la puerta con sigilo y manoteó a D hacia adentro. Cerro con llave y luego prendió la luz.
-¿Qué es esto?- dijo D. Era un cuarto pequeño, con una mesa en el medio, un sofá cama y algunos frascos en el piso. Lo extraño eran las paredes. Parecía de metal, como estar dentro de un gran microondas. No tenía agujeros por ningún lado. Un pequeño ventilador removía ese aire caliente y viciado.
-Aquí no pueden entrar. ¿Cómo supo de ellos?
-Empecé a investigar por el extravío de las boletas de la Compañía cuando Toti me mostró estos bichos. La verdad es que no entiendo nada. ¿De dónde salieron? ¿por qué lo hacen? ¿cómo sabe de ellos?
-Se de ellos porque los creé. Trabajé en la Compañía durante 15 años, en el departamento de investigaciones. Estudiábamos en ratones los efectos nocivos de los celulares. Hasta que un día vino un señor gordito, retacón y con una cara que jamás olvidaré. Casillas, ese es su apellido, o era, a esta altura no se qué fue de ellos.
-¿Y qué le dijo Casillas?
-Preguntó si era factible modificar genéticamente unos ratones con unas células que ellos proveerían. Que era el estudio más importante de la Compañía. Imagínese, por años había esperado hacer algo importante y me llegaba esto que no comprendía muy bien, pero que me iba a dar un ascenso en la Compañía y el futuro asegurado... Eso me hicieron creer, trabajamos duro mucho tiempo, hasta que estos bichos, mitad ratones, mitad hombres, salieron a la luz.
Perutti, hizo una pausa. Los recuerdos de esos días lo perturbaban, su mano derecha se movía sin parar, tanto que tuvo que meterla en el bolsillo para no tirar la lámpara que estaba arriba de la mesa.

Continuará...