jueves, octubre 05, 2006

Cuento

Esta bien, a todos los que me pedían que muestre algo de lo que escribo aca va un cuento que escribí hace unos 2 o 3 años.
Irá en dos partes, para que no se cansen de leer. Mañana va la segunda parte. Besotes.

EL HOMBRE QUE NO CONOCIA LA FELICIDAD

Una mañana se despertó y fue feliz. Extraño, era una sensación hasta el momento desconocida. Al principio no sabía que le pasaba, trató de comprender, consultó enciclopedias y estuvo por llamar al médico. Se miró una y otra vez en el espejo. Qué raro, pensó.
Su cara era otra. Las cejas ya no estaban tan juntas, algo las impulsaba hacia arriba y las separaba cual polos opuestos. Sus labios, fruncidos como el fuelle de un acordeón, estiraban su sonido y dejaban desnudos unos blanquísimos dientes. Los ojos tenían un brillo nuevo. No reconocía la imagen que le devolvía el espejo.
Se sentía liviano, como si pudiese salir volando por la ventana y recorrer junto a las palomas la plaza Independencia, esa que había estado ahí, testigo mudo de sus desgracias, la que lo había cobijado en tantas noches sin sentido. Su cuarto no era su cuarto, la luz de la ventana abrazaba su cama y le daba otro color a las paredes.
Tuvo miedo, por un momento pensó estar muerto y que ese cuarto era una especie de purgatorio. Pero no había nadie más, ni muertos a la espera de su destino final, ni ángeles acompañantes, ni humo celestial. Además, él nunca había creído en esas cosas, al pan pan y al vino vino. Nada de andar llorando fantasmas, el muerto muerto está y a otra cosa mariposa.
Su rostro había retomado sus facciones habituales, pero mientras reflexionaba sobre su posible entrada al reino de los cielos así, sin túnica blanca, barbudo y con el pijama de pintitas azules, el que tenía descosidos los dos brazos, se tiró en la cama y de cara al techo rió.
En realidad esta risa también era nueva, todo su cuerpo se convulsionaba ante esos raros ladridos que salían de su boca. No podía evitarlos y parecía escupirlos cada vez con más fuerza. El estómago se le retorcía y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Eran las primeras que no le causaban dolor alguno. Simplemente salían y él se limitaba a secarlas con la punta de la sábana mientras lanzaba pequeñas pataditas al aire.
Se preguntaran ustedes qué tiene de raro esto. Pues bien, trataré de relatarles sin irme demasiado por las ramas porqué Gregorio Ayala se sentía así. O mejor dicho porqué no conocía la felicidad. Siempre fue un hombre parco, solitario y huidizo. La gente del barrio lo conoce por su nombre pero no saben nada de él. Seguramente se estén enterando de su vida leyendo estas líneas.
Nació en Tucumán, en un rancho pequeño y muy pobre, entre adobe y vinchucas, parido por una madre que no soportó otro esfuerzo como ese y que lo dejó solo en su primer llanto sin ni siquiera poder verlo una vez. La comadrona se lo había advertido a doña Euclelia Ayala, que otro embarazo a su edad le traería complicaciones. Pero qué podía hacer Euclelia más que traer chicos al mundo. Empezó a los 13, con un varón de padre desconocido, y terminó su vida con Gregorio a los 46, después de engendrar doce más. Había salido más fértil que una coneja, y cada vez que el hambre la doblaba de dolor, buscaba comida entre los peones del ingenio, a cambio de unos cuantos favores.
Con el tiempo los hijos se las arreglaban para traer un poco de pan, leche y sobras de lo que comían los peones. Pero la miseria era mucha, y los hijos a medida que crecían buscaban otros horizontes, algún lugar en donde su trabajo valiera más que un kilo de harina.
Mala suerte la de Euclelia, antes que ella dos de sus hijos habían conocido la muerte muy temprano. El Jeremías, no resistió la polio, después de que meses antes cayera en cama por una pulmonía. Lo de Antonio fue peor. Era el mayor, el que se había hecho cargo de la casa. Trabajaba duro de sol a sol, pero tenía un defecto, era mañero. Y eso a los patrones no les gusta. Un día se les retobó feo y el capataz tuvo que aleccionarlo, más que nada para que corriera el ejemplo entre los demás. Pero se le fue la mano al hombre y lo mató de tantas patadas que le dio.
Mala suerte la de Gregorio, asomar al mundo en un lugar como ese. De entrada nomás resultó callado, casi no lloraba. El nombre se lo puso una de sus hermanas, Serafina, de 9 años, que fue quien se ocupó de él hasta que tuvo edad de andar solo y ayudar en el rancho.
De su infancia en realidad poco se sabe, se parece a Don Fulgencio en eso de no tenerla pero difiere de él en su espíritu y forma de ser. Gregorio fue siempre adulto, aún siendo todavía un niño.
Cuando todas sus hermanas se casaron decidió probar suerte en la gran ciudad, tenía allí un primo que le daría albergue por lo menos hasta que consiguiera algo. Jamás volvería a pisar Tucumán y tampoco vería nunca mas a sus hermanas. Ya en Buenos Aires las cosas no serían mejores, en aquella época el trabajo que se conseguía era muy duro y no siempre le pagaban. Sufrió la explotación, la soledad y la injusticia. Pero vamos por partes.
Al ser analfabeto nunca pudo sacar ventaja en lo laboral y sus patrones a sabiendas de esto se aprovecharon del peoncito tucumano. A diferencia de su hermano muerto, Gregorio siempre agachaba la cabeza, en una muestra de resignación e impotencia.
Cuando pudo juntar algunos pesos se alquiló la piecita que ocupa hasta el día de hoy. Desde hace 17 años es sereno de una fábrica de alimento balanceado para perros que queda a 7 cuandras de su pensión. Ahí no tiene mucho trabajo, como todo sereno. Da unas cuantas vueltas por el depósito, chequea que las oficinas esten cerradas (de todos modos él no tiene la llave) y por último revisa el portón del costado, ese que da a la calle 3 de febrero, que es muy oscura y suele llenarse de borrachos que no saben donde pasar la noche. Despues se toma unos mates y espera a que el primer empleado del día lo releve.
Una vez hasta estuvo por perder su trabajo y se comió una semana sin goce de sueldo y suspención, por una puerta que algún administrativo dejó abierta y las culpas cayeron sobre él. No era muy bueno para defenderse y no pudo explicarle al jefe de planta que cuando él había pasado por ahí, la puerta estaba cerrada. Tampoco le hubieran creído, lo cierto es que esa semana comió sopa instantánea todas las noches, como único sustento.
Su vida no variaba demasiado con el transcurrir de los días, era por demás monótona. Si al menos hubiera sido tocado con la gracia del amor...
Pero no, ni eso tenía Gregorio. Era demasiado tímido y falto de ideas, y sus horarios se encontraban a trasmano de toda la gente. Jamás supo cómo abordar a una mujer, de hecho pocas veces estuvo en contacto con ellas, mas allá del diálogo específico que pudiera tener al pedir por favor que le dieran 2 kilos de papas y 1 de cebollas.
Alguien ha dicho que el amor es lo único que le da sentido a nuestra vida, el que la sostiene en los momentos malos y nos da fuerzas para soportar lo insoportable, el que agudiza nuestros sentidos y enaltece nuestras virtudes (claro que por amor tambien se han exhacerbado los peores defectos, sobre todo si el amor no es correspondido). Por amor se construyeron grandes templos, por amor se escribieron los mejores versos y por amor fue el hombre capaz de dar su vida.
Así Gregorio no pudo ni siquiera sufrir por un amor no correspondido, jamás supo lo que era estar enamorado. Era como si hubiese aceptado al nacer un trágico destino y le fuera imposible revelarse. Cuántas veces nosotros aceptamos determinadas circunstancias sin preguntarnos siquiera el porqué de su existencia. Esto en Gregorio estaba llevado a su máxima potencia.
En medio de esta vida desgraciada es que nos situamos en la extraña mañana en la que al despertar se sintió feliz. Tal vez con lo relatado se den una idea de lo nuevo de esta sensación para él y si tenemos suerte podrán comprender su reacción posterior.
Seguía Gregorio ladrando alegría, ya le dolía el estómago y tenía los músculos de la cara adormecidos. Así pasó toda la mañana hasta que, mas calmo, decidió vestirse y comprobar si esa sensación se iba al salir de su casa. Cruzó la calle dando saltitos, acarició a la pasada a dos chicos que estaban jugando en la plaza y se sentó en el banco que estaba frente a la calecita, que en ese momento del día era el único beneficiado con los rayos del sol.
A lo lejos un grupo de chicos jugaba al futbol, tendrían entre 12 y 13 años. Recién los vió cuando la pelota llegó rodando a sus pies. El mas alto le hacía señas para que les patease la pelota, él los miraba y no reaccionaba. Pensaba en que nunca de chico había jugado al futbol, nunca en realidad había jugado a nada. Ante los gritos de todos los futbolistas miró la pelota y tuvo unas ganas terribles de llevarla hasta allí. Gambeteando los árboles, con sus pasos torpes y pesados, llegó hasta los chicos y ante la mirada atónita de todos, gambeteó al primero, empujó al segundo y definió ante un arquero estático que sólo atinó a buscar la pelota que seguía, sin el freno de la red, su carrera loca hacía el arenero.
Gregorio no se disculpó y se fué gritando el primer gol de su vida. Era evidente que algo le pasaba porque tenía ganas de hablar con alguien. Si antes el contacto con los demas le molestaba, ahora los buscaba. Quería decir algo, no importaba qué. Encontró en su camino a una señora de unos 65 años que estaba sentada en un banco, alimentando a las palomas que se acercaban al maíz y luego salían volando, temerosas de la persona que les daba tan rico alimento. Sin dudarlo se sentó junto a ella y antes de darse cuenta ya le había contado toda su vida. Justo él, que jamás había revelado nada de su persona.
Así pasó todo el día, sin parar de caminar, de hablar y de jugar. Cansado y hambriento volvió al departamento, se bañó y se puso nuevamente su pijama de pintitas azules. Se preparó una sopa con los fideos que tenían forma de letras. Al tercer plato, cuando ya estaba lleno, separó unas cuantas letras y comenzó a formar palabras en el borde del plato. Al principio no se le ocurrían, pero luego se le hizo mas fácil ya que las formaba con los recuerdos de ese día tan especial. Pelota, palomas, bieja, plasa, tucuman, ambre. Las escribía así, no porque no tuviera todas las letras, sino porque había aprendido a escribir hace muy poco y lo hacía con faltas de ortografía.
Dejó las cosas en la pileta para lavarlas al día siguiente y se metió en la cama. No tenía sueño, pero sus músculos estaban cansados de tanto reír y caminar. Puso sus manos detras de su cabeza y de cara al techo se quedó unos minutos sin pensar en nada, tan solo mirando las manchas de humedad que se habían formado con el paso de los años. Ya habíamos dicho que Gregorio era muy rudimental, a decir verdad no pensaba demasiado. Todavía tenía una sonrisa en su cara.

CONTINUARA....

3 comentarios:

Desde el mas aca dijo...

ME encanto amiga!! besos y abrazos

Dosto dijo...

Gracias Vic, ahí subo el final del cuento, despues decime qué te pareció. Besotes.

Daniela dijo...

Dosto...eres una maravilla, sigo leyendo, te felicito , de corazón.
Besos.