
Es lindo estar de vacaciones, ver la cara de los chicos felices ante su primer chapuzón en el mar, disfrutar de unos mates de cara al horizonte, observar que la piel pierde ese tono verdoso del invierno para pasar a un tostado saludable.
Pero este verano he descubierto (en realidad es algo que ya sabía, pero claro, tenerlo en vivo y en directo choca más) que me da más fiaca seguirles los juegos a los chicos, que los kilitos de más ponen un cartel luminoso en mi cintura, que por más que salga del agua con esa sensación de Bo Derek, las miradas masculinas prefieren ver al tipo que están sacando los bañeros del mar, que los tarjeteros que hasta el año pasado me ofrecían tarjetas con descuento para ir a bailar al boliche, ya pasan de largo sin siquiera amagar con acercarse. En definitiva, que estoy más vieja, eso sin contar las canas cada vez más visibles.
Por dentro sigo teniendo esas ganas de disfrutar de la playa, de correr hasta llenarme de arena, de sentir la ola enorme que pasa por mi espalda y me golpea, mientras yo me sumerjo hasta tocar el fondo del mar.
Pero ya hay muchas cosas que me dan fiaca y aunque sigo manteniendo algunas, me da bronca que otras queden en el camino. Admiro esas personas que ya pasaron los 80 y mantienen las ganas de hacer cosas, y se ríen y gozan.
Crecemos, es inevitable, es lo lindo de la vida, pero que feo es dejar cosas en el camino. Intento juntarlas, guardarlas en mi mochila, pero ya no hay lugar, he ido metiendo otras cosas, más importantes en ella. Esas pequeñas cosas no entran, pero sigo, con la esperanza de que como la arena, algunas queden pegadas a mis piernas y me acompañen un tiempo más.